domingo, 12 de abril de 2020

Relatos de mujeres COVID-19 | Bitácora del encierro


Por: Silvia Núñez Esquer | Hermosillo, Sonora | marzo 2020

Escrito el 30 de marzo de 2020

Dejamos de ir a trabajar desde el 18 de marzo, son doce días ya de encierro en casa. Las salidas han
Obras de peatonalización. Hombres trabajando
sido puntuales para proveerme de alimentos, insumos para las mascotas, tres gatas caseras y unos siete que comen al exterior de mi casa, y pagar servicios con fecha de vencimiento.

Llevo una bitácora día a día para en caso de presentar algún síntoma de los tan difundidos del COVID-19, poder identificar a dónde salí, con quién interactué y poder incluso alertar a quienes pudieran haber estado en contacto conmigo.

No porque esté inmersa en grupos o multitudes, incluso no he tocado ninguna mano, no he estado a menos de un metro de distancia de nadie, y ahora exijo que sea yo quien introduzca y retire la tarjeta bancaria en la terminal, y al teclear el nip lo hago con el dedo protegido por un plástico, pero quiero estar segura de no tener contacto directo con nadie.

La paranoia empezó desde el primer día, es más, podría decir que se ha estabilizado al tomar medidas, pero el segundo día pensé que tenía dificultad para respirar. 

La experiencia más aleccionadora fue al salir a hacer caminata como lo hago en tiempos normales. Por obvias razones no lo estoy haciendo todos los días, pero algunos fueron suficientes para ver y darme cuenta de que las mujeres y los hombres cuidamos distinto nuestra salud.

Camino y veo las calles solitarias de gente como si en el aire pululara el virus y pudiéramos infectarnos solo con respirar. Pero no de carros, en los cuales van transitando hombres, a veces solos al volante, en otras dos o tres en el mismo vehículo.

Aparece un caminante y es hombre. Avanzo dos calles desiertas y aparece otro hombre trabajando en un jardín por encargo. Lo infiero, pues lo hace al exterior, en una casa cerrada y en la banqueta se advierten sus herramientas, su mochila personal, mientras él ejerce fuerza con sus manos para agitar las tijeras de jardín y dar forma con ellas a una pequeña planta.

Es primavera, lo verde generalizado y las flores se abren majestuosas como ganando la batalla a las y los humanos que generalmente son quienes gozan del paisaje que ahora lo tienen para ellas solas. 

Avanzo y veo en mi horizonte el único parque tipo bosque que tenemos en Hermosillo, el Parque Madero. Me incorporo a la caminata en su entorno y ahora sí la afluencia de personas es más copiosa.
No son muchos, pero todos son hombres. De diversas edades, y las mujeres que alcanzo a ver son jóvenes que están abrazadas en pareja con alguno de ellos. 

Mientras camino para ejercitarme, veo claramente cómo dos jóvenes hombres protagonizan un encuentro casual, se divisan y desde lejos, con una gran sonrisa se gritan: “¿Qué onda carnal?”. Mientras lo hacen, uno de ellos espera en la banqueta del parque, a que el otro cruce la calle para saludarse estrechando las manos y dándose un abrazo que se advierte fraternal. Siguen sus sonrisas de afecto.

A la derecha un grupo de hombres mantiene una reunión sentados bajo una de las palapas instaladas frente a la puerta que inicia en la calle Serdán. Sus bultos y vestimenta me hacen reconocer a los señores en situación de calle que normalmente habitan dispersos  el parque. Pero ahora están reunidos, sí, juntos, como si la recomendación fuera estar juntos, unidos. 

Doy otros tantos pasos, que son registrados por mi teléfono móvil y diviso la parada del camión, veo dos mujeres. Se ven preocupadas y atentas al siguiente transporte. Hay dos hombres también, y mientras avanzo veo más hombres. 

Un vendedor de “gorditas de nata” en plena vendimia sin ningún tipo de protección, platicando con otro hombre, pero sin ese grupo de clientes que suelen rodearle para comprar y degustar sus alimentos. 

Sigo en mi rodeo al parque y veo las paradas de los camiones que transportan a los poblados cercanos a Hermosillo como San Pedro, Zamora, y otros, a la vez que quienes esperan lo hacen con bolsas de super mercado, uno que se encuentra cerca. 

Hay mujeres, hay niños, parecen familias. Son dos, pero en una sola banca alcancé a contar siete personas estrechamente sentadas, cuatro son niñas y niños. No hay más, las bancas vacías y sin la algarabía que suele provocar a esa hora la espera de muchas personas que se reúnen ahí para subir al transporte. 

Hombres reunidos en el Parque Madero el 30 de marzo
Avanzo hacia la esquina y me azoro de ver un grupo de personas reunidas a una proximidad no recomendada en estos días. Son hombres, todos hombres, parecen estar analizando y acordando algo en común. 

Rodeo el grupo, me bajo a la calle para continuar mi travesía. Aparece una mujer que viene caminando en sentido contrario al mío, es una joven que también hace caminata y cuando pasamos una frente a la otra, tenemos la misma reacción, separarnos más hacia los lados. 

Desde ahí frente a la entrada del Parque infantil veo al señor que vende cocos preparados con aditamentos basados en chile y limón. Él espera pacientemente a sus clientes, pero ellos parecen no llegar. Para nada se parece a la estampa diaria que vemos a esa hora, en donde él rodeado de clientes trabaja rápido partiendo y entregando el alimento. 

El parque luce solitario, vacío, sin música que suele caracterizar esa parte de la actividad de caminata alrededor del parque Madero. 

Sigo caminando y me encuentro a dos señores agitando su franela y con una cubeta llena de agua, esperando a que, como todos los días, las personas que se estacionan ahí contraten sus servicios para lavar los coches, pero ellos no llegaron hoy. 

Continúo y veo los espacios del parque vacíos. A lo lejos se advierten dos cuerpos recostados, son un hombre y una mujer jóvenes. Se abrazan, se besan, miran al horizonte, ajenos al COVID-19.

Doy la vuelta, vacío, un hombre adulto con cubre bocas en sentido contrario camina haciendo ejercicio,  como lo hemos visto en días anteriores en ese mismo trayecto.

Se ven los chicos “skatos” quienes no han parado de ir a practicar ese deporte. La mayoría son hombres, veo dos mujeres. Todos muy jóvenes, viviendo un día normal para ellos. Mi siguiente vuelta similar a la primera, mismo panorama.

Desvío un poco mi ruta cotidiana para aprovechar y recoger un envío de paquetería cuya oficina está cercana, camino por las calles del centro de Hermosillo y mientras cruzo respiro el vacío de sonidos que normalmente habitan ese aire.

Paso por el mercado municipal. Observo que las obras de peatonalización de la zona no han parado. El asfalto está fracturado, amontonado, y literalmente hay hombres trabajando. 

El encierro y mi profesión como periodista me hace ser más observadora aún. Salgo equipada con mis lentes de género y lo que veo es que los hombres, esos de los que se dice que mueren de hombría
están más expuestos al contagio, pues sus relaciones sociales no son cautelosas.

Datos de las instituciones de salud exponen que por cada 40 mujeres que pierden la vida por COVID-19, 60 hombres mueren. Ninguna ha podido establecer con exactitud cuál es la razón fisiológica, pero la que está clara es que los hombres no están acostumbrados a obedecer reglas en la calle. 

Muchos de ellos no están dispuestos a acatar lineamientos que los hagan parecer débiles, sumisos, obedientes, y que sus jerarquías de género se vean amenazadas.  Seguramente después de esta contingencia, muchos protocolos de investigación en las ciencias sociales tomarán en cuenta varias hipótesis. 

Pero lo que yo vi es “valentía”, “reto”, “decisión”, “autonomía”, entre los hombres que me encontré en el día doce. Ese, en el que el secretario de salud nos informó que ya hay 17 casos confirmados de COVID-19, y 108 descartados.



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