Por: Silvia Núñez Esquer | Hermosillo, Sonora |
marzo 2020
Escrito el 30 de marzo de 2020
Dejamos de ir a trabajar desde el 18 de marzo, son doce días
ya de encierro en casa. Las salidas han
Obras de peatonalización. Hombres trabajando |
Llevo una bitácora día a día para en caso de presentar algún
síntoma de los tan difundidos del COVID-19, poder identificar a dónde salí, con
quién interactué y poder incluso alertar a quienes pudieran haber estado en
contacto conmigo.
No porque esté inmersa en grupos o multitudes, incluso no he
tocado ninguna mano, no he estado a menos de un metro de distancia de nadie, y
ahora exijo que sea yo quien introduzca y retire la tarjeta bancaria en la
terminal, y al teclear el nip lo hago con el dedo protegido por un plástico,
pero quiero estar segura de no tener contacto directo con nadie.
La paranoia empezó desde el primer día, es más, podría decir
que se ha estabilizado al tomar medidas, pero el segundo día pensé que tenía
dificultad para respirar.
La experiencia más aleccionadora fue al salir a hacer
caminata como lo hago en tiempos normales. Por obvias razones no lo estoy
haciendo todos los días, pero algunos fueron suficientes para ver y darme
cuenta de que las mujeres y los hombres cuidamos distinto nuestra salud.
Camino y veo las calles solitarias de gente como si en el
aire pululara el virus y pudiéramos infectarnos solo con respirar. Pero no de
carros, en los cuales van transitando hombres, a veces solos al volante, en
otras dos o tres en el mismo vehículo.
Aparece un caminante y es hombre. Avanzo dos calles
desiertas y aparece otro hombre trabajando en un jardín por encargo. Lo
infiero, pues lo hace al exterior, en una casa cerrada y en la banqueta se
advierten sus herramientas, su mochila personal, mientras él ejerce fuerza con
sus manos para agitar las tijeras de jardín y dar forma con ellas a una pequeña
planta.
Es primavera, lo verde generalizado y las flores se abren
majestuosas como ganando la batalla a las y los humanos que generalmente son
quienes gozan del paisaje que ahora lo tienen para ellas solas.
Avanzo y veo en mi horizonte el único parque tipo bosque que
tenemos en Hermosillo, el Parque Madero. Me incorporo a la caminata en su
entorno y ahora sí la afluencia de personas es más copiosa.
No son muchos, pero todos son hombres. De diversas edades, y
las mujeres que alcanzo a ver son jóvenes que están abrazadas en pareja con
alguno de ellos.
Mientras camino para ejercitarme, veo claramente cómo dos
jóvenes hombres protagonizan un encuentro casual, se divisan y desde lejos, con
una gran sonrisa se gritan: “¿Qué onda carnal?”. Mientras lo hacen, uno de
ellos espera en la banqueta del parque, a que el otro cruce la calle para saludarse
estrechando las manos y dándose un abrazo que se advierte fraternal. Siguen sus
sonrisas de afecto.
A la derecha un grupo de hombres mantiene una reunión
sentados bajo una de las palapas instaladas frente a la puerta que inicia en la
calle Serdán. Sus bultos y vestimenta me hacen reconocer a los señores en
situación de calle que normalmente habitan dispersos el parque. Pero ahora están reunidos, sí,
juntos, como si la recomendación fuera estar juntos, unidos.
Doy otros tantos pasos, que son registrados por mi teléfono
móvil y diviso la parada del camión, veo dos mujeres. Se ven preocupadas y
atentas al siguiente transporte. Hay dos hombres también, y mientras avanzo veo
más hombres.
Un vendedor de “gorditas de nata” en plena vendimia sin
ningún tipo de protección, platicando con otro hombre, pero sin ese grupo de
clientes que suelen rodearle para comprar y degustar sus alimentos.
Sigo en mi rodeo al parque y veo las paradas de los camiones
que transportan a los poblados cercanos a Hermosillo como San Pedro, Zamora, y
otros, a la vez que quienes esperan lo hacen con bolsas de super mercado, uno que
se encuentra cerca.
Hay mujeres, hay niños, parecen familias. Son dos, pero en
una sola banca alcancé a contar siete personas estrechamente sentadas, cuatro
son niñas y niños. No hay más, las bancas vacías y sin la algarabía que suele
provocar a esa hora la espera de muchas personas que se reúnen ahí para subir
al transporte.
Hombres reunidos en el Parque Madero el 30 de marzo |
Avanzo hacia la esquina y me azoro de ver un grupo de
personas reunidas a una proximidad no recomendada en estos días. Son hombres,
todos hombres, parecen estar analizando y acordando algo en común.
Rodeo el grupo, me bajo a la calle para continuar mi
travesía. Aparece una mujer que viene caminando en sentido contrario al mío, es
una joven que también hace caminata y cuando pasamos una frente a la otra,
tenemos la misma reacción, separarnos más hacia los lados.
Desde ahí frente a la entrada del Parque infantil veo al
señor que vende cocos preparados con aditamentos basados en chile y limón. Él
espera pacientemente a sus clientes, pero ellos parecen no llegar. Para nada se
parece a la estampa diaria que vemos a esa hora, en donde él rodeado de
clientes trabaja rápido partiendo y entregando el alimento.
El parque luce solitario, vacío, sin música que suele
caracterizar esa parte de la actividad de caminata alrededor del parque Madero.
Sigo caminando y me encuentro a dos señores agitando su
franela y con una cubeta llena de agua, esperando a que, como todos los días,
las personas que se estacionan ahí contraten sus servicios para lavar los
coches, pero ellos no llegaron hoy.
Continúo y veo los espacios del parque vacíos. A lo lejos se
advierten dos cuerpos recostados, son un hombre y una mujer jóvenes. Se
abrazan, se besan, miran al horizonte, ajenos al COVID-19.
Doy la vuelta, vacío, un hombre adulto con cubre bocas en
sentido contrario camina haciendo ejercicio, como lo hemos visto en días anteriores en ese
mismo trayecto.
Se ven los chicos “skatos” quienes no han parado de ir a
practicar ese deporte. La mayoría son hombres, veo dos mujeres. Todos muy
jóvenes, viviendo un día normal para ellos. Mi siguiente vuelta similar a la
primera, mismo panorama.
Desvío un poco mi ruta cotidiana para aprovechar y recoger un envío de paquetería cuya oficina está cercana, camino por las calles del centro de Hermosillo y mientras cruzo respiro el vacío de sonidos que normalmente habitan ese aire.
Desvío un poco mi ruta cotidiana para aprovechar y recoger un envío de paquetería cuya oficina está cercana, camino por las calles del centro de Hermosillo y mientras cruzo respiro el vacío de sonidos que normalmente habitan ese aire.
Paso por el mercado municipal. Observo que las obras de
peatonalización de la zona no han parado. El asfalto está fracturado, amontonado,
y literalmente hay hombres trabajando.
El encierro y mi profesión como periodista me hace ser más
observadora aún. Salgo equipada con mis lentes de género y lo que veo es que
los hombres, esos de los que se dice que mueren de hombría
están más expuestos al contagio, pues sus relaciones sociales no son cautelosas.
están más expuestos al contagio, pues sus relaciones sociales no son cautelosas.
Datos de las instituciones de salud exponen que por cada 40 mujeres
que pierden la vida por COVID-19, 60 hombres mueren. Ninguna ha podido
establecer con exactitud cuál es la razón fisiológica, pero la que está clara
es que los hombres no están acostumbrados a obedecer reglas en la calle.
Muchos de ellos no están dispuestos a acatar lineamientos
que los hagan parecer débiles, sumisos, obedientes, y que sus jerarquías de
género se vean amenazadas. Seguramente
después de esta contingencia, muchos protocolos de investigación en las
ciencias sociales tomarán en cuenta varias hipótesis.
Pero lo que yo vi es “valentía”, “reto”, “decisión”,
“autonomía”, entre los hombres que me encontré en el día doce. Ese, en el que
el secretario de salud nos informó que ya hay 17 casos confirmados de COVID-19,
y 108 descartados.
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