jueves, 9 de abril de 2020

Relatos de mujeres COVID-19 | Tiempos de resguardo en casa


Por: Evoé Sotelo | Ciudad de México | abril 2020

Ahora que el tiempo da permiso de pensar en la vida que he vivido, me doy cuenta que le di bastante
Foto: Evoé Sotelo
lata a mi mamá (a propósito de este ejercicio entre ella y yo, de acompañamiento, paciencia y aprendizaje en tiempos de resguardo en casa por el Covid-19). 

Aquí un muy breve recuento de mi historia de la infancia a la adolescencia, nomás, porque tampoco los quiero aburrir.

A los 5 años: me luxé una clavícula por andar montada en los cuernos de una bicicleta con el vecino que me gustaba.

A los 7 años: me fracturé un brazo corriendo mientras jugábamos a las escondidas en la casa de la vecina. Se me vino encima un box spring viejo que usaban para tapar una entrada a un cuarto prohibido. Obviamente, mi intención era esconderme en el lugar prohibido.

A los 10 años: me fracturé una pierna por andar saltando rampas, en lo que era una emocionante persecución entre policía y ladrón. Obviamente, yo era el ladrón y quedé prensada en la cadena de la bicicleta, pero logré que el policía (mi hermano) se apiadara de mí y me dejara libre para subirme a la ambulancia (el carro de mi mamá).

A los 11 años: me volqué en un Go Kart a toda velocidad, mientras que a mi tía (que nos llevaba a varios primos y primas) se le saltaban los ojos de terror. No sé cómo salí ilesa, pero el caso es que, quien sabe cómo, regresé al punto de origen caminando por mi propio pie, empanizada de tierra, mientras el pobre auto soltaba un humo intenso de despedida.

A los 15 años: me estrellé contra una bomba de gasolina mientras aprendía a manejar en un maravilloso Maverick 1976. Un auténtico carro de carreras. Huí como pude, haciendo caso a la noble instrucción del señor que estaba atendiendo. Al maravilloso Maverick no le pasó mucho, pero de la bomba de gasolina es mejor no hablar.

También a los 15 años, en ese mismo año, me metí en sentido contrario por un paso a desnivel, de pronto, apareció frente a mí un camión urbano lleno de pasajeros todos parados, levantados de sus asientos con caras de sorpresa. Por más señas que me hacían para indicarme que iba en sentido contrario, yo no entendía qué estaba pasando. 

Con toda la vergüenza confieso que pensé que estaban impresionados con la base que me acababan de hacer en el pelo en el salón de belleza.

A los 16 años, me luxé una rótula mientras les bailaba a mis amigas y amigos de la prepa la canción de Tímido, de las Flans (qué horror, la vida me castigó por bailar esa música, habiendo cosas tan buenas en ese tiempo.

Y bueno, así siguió la vida (y sigue, uno no cambia mucho, la verdad) y, de una u otra forma, también los percances que hacían saltar de susto a mi madre. De mi papá no puedo decir lo mismo, porque él siempre estaba en su trip, leyendo, fumando, y estudiando el tarot. Así que no demostraba mayor sorpresa, solo me decía, ¡Ay, qué hermosa!, su frase clásica cuando se trataba de darme aliento o de festejar las aventuras de alto nivel.

Así que, por donde quiera que la vea, mi madre ha tenido mucha más paciencia que yo en esta vida. Ella nunca ha andado saltando de aquí para allá, no se ha fracturado, ni luxado y casi nunca se enferma. Prometo aplicar la de Kalimán: serenidad y paciencia, que la vida es corta.

Tomado de su muro de facebook con su autorización: 

 

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